La preocupación por lo que hoy llamamos “medio ambiente” no es en absoluto nueva. Ya desde la Edad Media los reyes y señores despachaban cada cierto tiempo órdenes para el cuidado y adecuada explotación de los montes y campos. Una de las más recordadas son las “Ordenanzas de montes y plantíos”, promulgadas en 1748 y que afectaban a los recursos forestales en un radio de 30 leguas desde Madrid, unos 145 kilómetros. Obviamente, esto incluía buena parte de la actual provincia de Toledo. En nuestro archivo conservamos una pequeña colección de normas derivadas de estas ordenanzas, expedidas por la “Superintendencia de montes y plantíos” y dirigidas al corregidor de Toledo para que este, a su vez, las comunicase a los diferentes pueblos de su jurisdicción a través de las “veredas”, es decir, las rutas de correo preestablecidas. Hay que decir que, junto con los ejemplares de estas normas, conservamos también el expediente con los certificados de haberse enviado con toda puntualidad a todos los pueblos de la jurisdicción toledana. Otra cosa es que realmente se cumplieran.


Así, en la Real Provisión de 2 de marzo de 1785 se ordena que se haga un uso más racional de los distintos productos de la madera. Al parecer, las fábricas de carbón no separaban las cortezas de las encinas, robles y alcornoques del resto de la madera, utilizándola toda para hacer carbón. Sin embargo, estas cortezas eran muy apreciadas por las tenerías, de manera que la práctica de los carboneros había encarecido el precio de estas cortezas de manera innecesaria. La propia Real Provisión explica la situación con toda claridad.

El siguiente documento no es propiamente una disposición legal, como el anterior, sino una orden del Subdelegado de Montes y Plantíos para su ejecución. En efecto, una Real Orden del Consejo de Castilla de algunos años antes había establecido que las labores de “guiar, limpiar y olivar los árboles… y hacer nuevos plantíos” debían realizarse en pleno invierno, desde mediados de diciembre a mediados de febrero. El Subdelegado dice al corregidor de Toledo que, a su vez, recuerde esta obligación a los gobernantes de los pueblos de su jurisdicción y que, además, “a su tiempo remitan a esta capital [Madrid] los testimonios que acrediten con verdad y sin ficción alguna lo que adelantaren sobre esta importancia, se forme el acostumbrado plan anual y se me pase al tiempo señalado”. Tanta insistencia nos hace sospechar que el cumplimiento de estas obligaciones burocráticas no debía ser muy estricto.

Pero no por ello los gobernantes borbónicos, convencidos de trabajar por el bien del pueblo, dejarán de dictar normas al respecto. Por ejemplo, la Real Cédula de 27 de mayo de 1790 intenta regular, por enésima vez, la convivencia entre ganaderos y agricultores. El interior de la cédula hace referencia a la utilidad del ganado cabrío, que produce carne, leche, sebo y pieles, y además “calentando las tierras frías y más quebradas donde se crían”, pero también a que, si se le deja suelto por sembrados y plantíos, los destrozos son importantes, de manera que deben permanecer “en las sierras altas”. Como decimos, esta pugna entre la ganadería y la agricultura se remonta a la noche de los tiempos.

Y, en fin, por doquier se deja ver también el fin último de abastecimiento que está detrás de muchas de estas normas. Así, el 29 de diciembre de 1797 el subdelegado Miguel de Mendinueta transmite una orden para fomentar la plantación de álamos negros porque “en las maestranzas de artillería de España se consume mucha madera de álamo negro, que hay grande escasez de ella” y así se evita tener que comprarla en el extranjero. Eso sí, la orden especifica que esta plantación se haga “en los parages [sic] más a propósito de la Península y sobre todo en los inmediatos a las costas de mar”. Podemos suponer el grado de eficacia de esta orden en nuestras tierras.