Eugenio Hernández era un buen mozo de Talavera, aunque pobre. Durante el año del Señor de 1817 estuvo frecuentando la casa de Bárbara Carrasco, viuda de Tomás Ugena, donde iba a que su hija Manuela le peinara. Y surgió el amor. Así, cuando estaban solos “se propasó a tener libertades y llanezas que [ella] le reprendía y resistía, pero, encendido más y más el fuego de su amor la propuso si quería casarse con él, a lo que respondió que sí”. Eugenio insistía en mantener relaciones sexuales antes de casarse. Tanto insistió que al final “la desfloró y disfrutó su virginidad”. Pero luego, de casamiento nada. Ella, “del desfloramiento y repetidos actos que tuvieron… quedó preñada y dio a luz un niño” que por no poder criarlo “tuvo que darlo a la piedra con el mayor sentimiento y dolor”. Lo de “dar a la piedra” hacía referencia a un nicho que solía haber en la puerta de las inclusas para abandonar allí a los niños recién nacidos. Todo lo anterior lo dice el abogado de Manuela que, indignado por tamaña iniquidad, pide a voces justicia para su defendida.

Y, efectivamente, empieza el pleito ante el corregidor de Talavera. Primero se pregunta a varios testigos. Por ejemplo, el dueño de la casa donde vivían Manuela y su madre asegura que Eugenio iba con frecuencia y hasta se quedaba a cenar, y que le oyó muchas veces decir que se iba a casar con ella, puesto que tenía un “peujar” para mantenerla; esto es una pequeña porción de tierra que el dueño cede al labrador como parte de su salario. “Y que ha sido tal y tan pública su pasión que no se ha detenido en decirlo a voces, y que se retiró de ella cuando la vio embarazada”. Otro testigo afirma que echó en cara a Eugenio su actitud y que le respondió “que todos los mozos, hasta lograr a una mujer, no se detienen en dar palabras de casamiento”. Incluso el alguacil y el alcalde tuvieron que acudir una noche porque Eugenio estaba discutiendo a gritos con su madre y su hermana que, al parecer, querían impedir el casamiento “porque era cortadora [de telas], como si no lo hubiese sido también su cuñado, marido de una hermana del Eugenio, y el padre de este”.

El 10 de marzo de 1819 declara Eugenio, en presencia de Manuela. Reconoce haber dado palabra de casamiento, pero está seguro que el niño no es suyo y por eso se retractó. Según él, ni siquiera llegaron a mantener relaciones íntimas. Manuela entonces estalla y aporta todos los detalles: “logró por último conocerla carnalmente en la noche del día de la Purísima Concepción del año de mil ochocientos diez y siete, como a la media noche, en casa de su hermano Hipólito, en Calera, en la misma cama que se había hecho para el Eugenio”. Más adelante hubo nuevas relaciones sexuales en su propia casa “como a las siete de la noche a la puerta de su sala” y luego otras ocho o diez veces más.

Eugenio, acorralado, afirma que en esa habitación entraban hombres a deshora, casados y solteros, incluso con regalos, quedándose a dormir. La indignada muchacha da cumplidas explicaciones: se trata de un lavandero que a veces se quedaba a dormir, pagando por ello, pero en esas ocasiones Manuela dormía en otra habitación y en la misma cama que su hermana y su madre. Y el regalo fue “un pañuelo de naranjas” que un conocido que iba a la habitación vecina regaló a su madre y que, por cierto, acabó comiéndose el mismo Eugenio. Este insiste, sin embargo, en que el niño no es suyo y que “cosa que no ha comido no quiere escotar”. Como vemos, todas estas declaraciones están llenas de sabrosas expresiones populares.

El abogado de Manuela pide nada menos que ocho años de presidio o bien que cumpla la palabra de matrimonio. A esto último se niega Eugenio y, como es pobre de solemnidad, el corregidor determina “caución juratoria”, es decir, que no pueda salir de Talavera y sus arrabales y que se presente ante la autoridad cada cierto tiempo. Es el 28 de abril. Tres semanas después el joven se presenta ante la justicia, pero nuestro expediente termina aquí. Quizá ninguna de las dos partes tuviese dinero o ganas de seguir adelante y no sabemos si ambos jóvenes se casaron o si dedicaron el resto de sus vidas a odiarse cordialmente.