Hace algún tiempo os presentamos la copia que tenemos en el AHPTO del testamento de Teresa Enríquez, “La loca del Sacramento”, impulsora de la construcción de la espectacular Colegiata de Torrijos. Entonces nos fijamos en su contenido y en el personaje, pero toda la burocracia que lleva a su alrededor tiene también su interés. En eso nos vamos a fijar hoy.

Al primer vistazo vemos que no tenemos delante el testamento original sino una copia de casi dos siglos después, por el tipo de letra y por el papel timbrado. Enseguida se nos dice, en efecto, que estamos ante las autoridades municipales de Madrid y que el duque de Maqueda, descendiente de doña Teresa, a través de su abogado, quiere hacer copia auténtica de diversos documentos importantes de su archivo “por cuanto se hallan deteriorados a causa de su mucha antigüedad y con el transcurso del tiempo se ha perdido el color de la tinta e introducídose la polilla en algunos de ellos”. Cualquier archivero sabe la verdad que hay en estas palabras. Se dispone que la copia la haga un notario, pero bajo la supervisión de un experto contratado al efecto, el padre dominico Juan Gallego, “quien ha hecho otras compulsas y obras de esta calidad, como es público y notorio”. Como vemos, no cualquiera puede enfrentarse a las escrituras antiguas. Estas compulsas se entregarán al duque “para colocarlas en el archivo con sus originales en el lugar que les corresponda”. El teniente corregidor de Madrid accede a la petición y ordena al notario Pedro Suárez de Ribera que haga las copias de la forma indicada.

Así que ahora entra en acción el mencionado fray Juan Gallego, que dice que ha visto “en casa de los Excelentísimos Señores Duques de Arcos diferentes instrumentos que tienen en su archivo… para trasumptarlos [sic] y hacer la compulsa de ellos en letra más inteligible”. Por supuesto, el buen fraile exhibe ante el notario la licencia que tiene de su superior para hacer todo esto, licencia que el notario copia íntegra, una página; recordemos que los notarios en esta época cobraban por páginas.
Bien, pues vamos a transcribir el testamento, que es lo que nos importa. Pero resulta que lo que fray Juan tiene delante no es el testamento original, sino otra copia autorizada que nos lleva dos siglos atrás. En efecto, a los pocos días de la muerte de Teresa Enríquez, se presentó en el Ayuntamiento de Torrijos el fraile agustino Francisco de la Parra con el testamento cerrado de la fundadora en la mano, ya que él era uno de sus albaceas, y pidió que el alcalde mande hacer “uno o dos traslados o los que más conviniesen”. Y luego “el señor alcalde tomó en la mano el dicho testamento e le abrió en presencia de los dichos testigos e lo firmó de su nombre: Juan de Andrada, alcalde”. Enseguida compareció el prior de la Colegiata y, en su calidad de heredero, pidió ya la primera copia autorizada. Antes de otorgarla, el alcalde llamó a los que aparecen como testigos en el propio testamento para que juren que efectivamente ese es el testamento original, reconociendo las firmas y sellos. Se mandó contar las hojas del testamento original, “veinte y cinco hojas y una plana, y a la vuelta de ella está el otorgamiento y sello y firma de Su Señoría y del escribano, signado y firmado de los testigos. Y todas las dichas hojas al pie de ellas estaban cerradas con una raya, y la cabeza con unas rayas de tinta, y en la dicha postrera plana está asimismo por de dentro la firma de la dicha señora doña Teresa, que está en gloria”.

¿Y ya encontramos el testamento? Pues todavía no. Lo que con tanta prosapia entregó fray Francisco al alcalde torrijeño es un acta por la que el notario de la localidad, dentro de las propias casas de Teresa Enríquez, afirma que ella misma le hace entrega de un escrito doblado y cerrado declarando, delante de testigos, que ese era su testamento, y que estaba escrito en 25 hojas “en papel de pliego entero”, de una misma letra. De todo ello da fe el notario municipal para después, por fin, copiar el testamento propiamente dicho que, como hemos visto, acababa de abrir el alcalde. La copia ocupa 32 hojas, por la diferencia de letra.

Una vez conocido el testamento, ya las formalidades son pocas. Volvemos sin transición al siglo XVIII y a Madrid, donde fray Juan Gallego jura haber transcrito “bien y fielmente” todo el documento, y el notario da fe de haberse hecho la transcripción en 92 hojas en total, siendo el primer pliego en papel sellado y el resto en papel común. Y todo termina con la firma del notario y del transcriptor.