Como es sabido, la palabra “academia” remite a los cenáculos formados alrededor de algunos filósofos de la Grecia antigua y, en general, hace referencia a una reunión de sabios con finalidad de investigación o de docencia. Ya en el s. XVII se empezó a aplicar este nombre a las clases que recibían los aspirantes a ingresar en algunas órdenes religiosas. Los problemas vinieron cuando, a partir del siglo siguiente, estas academias empezaron a admitir alumnos seglares, es decir, universitarios. En Toledo, la primera academia de este estilo de la que tenemos noticia funcionaba en el convento de San Pedro Mártir.

Como era previsible, las universidades cercanas protestaron contra lo que consideraban una injerencia, pero lo cierto es que las academias empezaron a proliferar debido, en parte, a que sus enseñanzas estaban mucho más acordes con los nuevos tiempos de “ilustración” y lo que podríamos llamar “modernidad”. Incluso era frecuente que los propios catedráticos universitarios impartieran también clases en las academias. Así que pronto las universidades optaron por, en lugar de enfrentarse a ellas, integrarlas de algún modo. La integración fue tan exitosa que se llegó a exigir a los alumnos estar aprobados en las academias para poder obtener el grado universitario, como refleja claramente este anuncio de 1793. Las academias, pues, fueron parte esencial del funcionamiento de las universidades durante el siglo XVIII y hasta las reformas del primer tercio del XIX.
Decreto de creación de la academia de San Juan Nepomuceno Constituciones de la academia de San Agustín
La primera academia que conocemos integrada en la Universidad de Toledo fue la de Cánones y Leyes de San Juan Nepomuceno, cuyas constituciones fueron aprobadas por el Claustro universitario en 1753, aunque en 1788 se dividiría en una academia de derecho eclesiástico (“cánones”) y otra de derecho civil (“leyes”); en la imagen vemos la aprobación por el Consejo Real de esta última. Hubo además otras cuatro, dedicadas a la filosofía, la teología, los “sagrados cánones, liturgia, historia y disciplina eclesiástica”, y la oratoria. Las academias se mantuvieron en funcionamiento hasta la supresión de la Universidad de Toledo en 1845.

Las academias mantenían su propia organización. En general, se reunían para sus clases en lugares ajenos a la universidad y fuera del horario lectivo. Por ejemplo, la de San Agustín se reunía los domingos en la parroquia de San Justo. Además de impartir las lecciones correspondientes y hacer sus ejercicios de evaluación, las academias ventilaban sus propios asuntos de forma casi asamblearia, lo que daba lugar a frecuentes disputas que acababan dirimiendo las autoridades universitarias, a veces con el recurso a la fuerza pública. Aquí tenemos el caso de un airado estudiante que, en la misma casa del presidente de su academia y pese a la presencia del alguacil municipal, todavía sigue “diciendo al mencionado presidente que era un navo [sic], que se cagaba en la Academia, que eran todos unos bolos, que estaban relajados [por la Inquisición], que aquella no era Academia y que todo se volvía intereses particulares”. El escribano encargado del caso anotó todo escrupulosamente y sin inmutarse.

Pero no todo eran problemas. También había lugar para las fiestas y celebraciones, como esta que anuncia la academia de San Agustín y que, además de su vertiente religiosa, sin duda tenían un claro componente social y lúdico.