Por lo general, los ciudadanos no somos conscientes de todo lo que hay detrás de una decisión administrativa. Incluso las actuaciones que cuentan con el consenso universal llevan detrás toda una serie de pequeñas acciones que, en cualquier momento, pueden dar al traste con la idea o, al menos retrasarla o modificarla. Son los que solemos llamar “trámites”, y que siempre nos resultan tan engorrosos, aunque son la única forma de asegurar que todos los interesados en cualquier asunto han sido, al menos, escuchados. Hoy nos vamos a fijar en los trámites que hicieron falta hace ahora cincuenta años para comprar una finca para la ampliación del Taller del Moro, uno de los edificios y museos más singulares de la ciudad, y relativamente poco conocido. Adelantemos el final: todo el mundo estaba de acuerdo, pero el asunto duró un año y medio, entre noviembre de 1967 y mayo de 1969.
Al Taller del Moro ya le dedicamos en su día un post, con motivo de su reinauguración. Por cierto, que una de las fotografías que utilizamos entonces estaba mal identificada, y ahora es momento de rectificarla. En efecto, la que muestra una exposición en el interior del edificio no corresponde al Taller del Moro sino a la Casa de Mesa; agradecemos a D. Lorenzo Andrinal que nos lo haya hecho ver. Bien, pues, como es sabido, el edificio actual es resto de una vivienda del siglo XIV, que fue comprada por el Estado en 1963 para “Museo de Artes Constructivas y Decorativas Tradicionales”, como dice la página web que le dedica el Ministerio de Cultura y Deportes.
En 1967 se decidió comprar una finca colindante para ampliar lo que entonces ya solo se llamaba “Museo de Cerámica”. En realidad, se trataba del resto de la finca original que no había sido adquirida en su momento, y que por entonces estaba en manos nada menos que de doce propietarios, algunos de ellos personas físicas pero otros instituciones como las Hermanitas de los Ancianos Desamparados o la Hermandad del Refugio. Los trámites de contactar con todos ellos y ofrecerles la cantidad que el Estado consideró conveniente —un millón cien mil pesetas de la época— recayeron sobre el Gobierno Civil y, como podemos ver, el entonces Director General de Bellas Artes insistió suave pero firmemente en dar prioridad al asunto. Estamos a mediados de noviembre de 1967.
Quizá la presión ministerial llevó al Gobernador Civil a un exceso de celo, porque dos meses después uno de los propietarios, que por lo visto no acababa de fiarse del todo, denunció ante el Juzgado que se había empezado el derribo de los edificios sin haber dado suficientes garantías de pago. Podemos imaginar las prisas y las conversaciones de esos días. A finales de enero de 1968 alguien, cuyo nombre no consta, se dirige a uno de los propietarios para proponerle un acuerdo “con el deseo de encontrar una solución definitiva a este asunto y que nos dejen ya en paz”. No se puede ser más expresivo. El propietario renuente aceptó finalmente las garantías formales que le presentaron, y a finales de febrero un aliviado Gobernador Civil comunicaba al Director General que ya todo el mundo estaba de acuerdo y podían seguir las obras.
Pero no terminó aquí la cosa. Hubo que conseguir las escrituras de propiedad de todos los afectados, lo que llevó un par de meses, hasta principios de mayo. Después, la orden de pago efectiva no se efectuó hasta octubre, no se comunicó a los propietarios hasta la Navidad y el dinero no estuvo efectivamente a disposición del Gobernador Civil hasta febrero de 1969. Es evidente que, para pagar, ya no había tanta prisa. En fin, ya parecía estar todo cumplido y solo faltaba ir al notario a formalizar la venta. Pero el concienzudo fedatario público exigió una autorización expresa para que el gobernador pudiese utilizar ese dinero; el Ministerio se resistió a darla, el notario insistió con profusión de jurisprudencia y, entre unas cosas y otras, hasta mediados de mayo no cobraron los propietarios y el asunto quedó definitivamente zanjado. Un año y medio para una cuestión en la que todos estaban de acuerdo.